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¿Ampliación de derechos sociales o negocio privado?

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    La letra pequeña de la ley de dependencia

Jaime Baquero (Comisión de Salud y Antiglobalización de Madrid)


Garantizar por ley la atención a las personas en situación de dependencia y la promoción de su autonomía personal supone un avance importante en materia de derechos sociales, avance que, en este caso, se orienta al amparo de los sectores más débiles para valerse por sí mismos y de sus familias. Y dependiendo de los baremos que se establezcan para la valoración de la situación de dependencia y de los fondos que se destinen periódicamente, supondrá un avance mayor o menor en el desarrollo de las políticas sociales que garantizan ese derecho.
Sin embargo, aún con unos baremos y cuantías aceptables, la Ley (39/2006 de 14 de diciembre) contiene diversos aspectos  preocupantes por su continuismo con las actuales políticas neoliberales, que podemos agrupar en tres apartados:
Los que posibilitan la desigualdad de derechos según lugar de residencia.
Aquellos que hacen peligrar el control público de la atención que se preste y del manejo de los fondos que se dediquen.
Y aquellos que rompen el principio de solidaridad de la financiación pública al introducir el copago.
Y si tenemos en cuenta la escasa regulación existente sobre la actividad empresarial, las enormes limitaciones jurídicas a la intervención ciudadana y la imposibilidad de ejercer el control social de los servicios públicos por los movimientos sociales, se hacen evidentes los riesgos de olvido institucional de los aspectos más avanzados de la Ley -respecto a derechos y redistribución de rentas-, y de desarrollo de los aspectos más negativos.

DIFERENTES DERECHOS SEGÚN LUGAR DE RESIDENCIA

   Aunque la Ley sostiene que su objetivo es “regular las condiciones básicas que garanticen la igualdad” para acceder y recibir la atención precisa e insiste en la “igualdad de oportunidades” (art. 1 y 13), puede observarse en su propia estructura los elementos que van a favorecer la dispersión de derechos y la inequidad del sistema, dado que establece tres niveles de protección cuya  definición, responsabilidad y financiación dependerá de la voluntad de diferentes Administraciones públicas (art. 7), cuya situación e intereses no son coincidentes y que en muchas ocasiones sostienen duros enfrentamientos.
   El primer nivel, de mínimos, es común a todo el Estado y será definido y financiado por la Administración General del Estado (art. 9). El segundo nivel de protección dependerá del acuerdo que alcancen el gobierno central y los gobiernos de cada una de las CCAA (Convenios), repartiéndose la financiación entre Administraciones, en principio, al 50% (art. 10). Los contenidos de este nivel serán, por tanto, diferentes en cada Comunidad, abriéndose el riesgo de que dependan más de la influencia y poder de negociación de los diferentes gobiernos autonómicos que de las necesidades reales de la población.
La Ley define el tercer nivel como “adicional”, estando subordinados sus contenidos y su financiación a la voluntad del gobierno de cada Comunidad (art. 11), lo que fomentará la desigualdad de derechos de la población según lugar de residencia. Pero no sólo dependerán de la voluntad de los gobernantes, también intervendrán otros factores, como los niveles de renta y la capacidad de recaudación de las diferentes CCAA o el esfuerzo impositivo que puedan y estén dispuestos a soportar sus ciudadanos. Por tanto, la propia Ley no sólo genera una tendencia a la desigualdad, sino que castiga a la población dependiente de las Comunidades con menos recursos y donde los ciudadanos dispongan de menor renta.
   De esta diferencia de derechos la Ley es consciente. De hecho, ante un cambio de residencia, el art. 28-4 expone que: “la Comunidad de destino determinará, en función de su red de servicios y prestaciones, los que correspondan” al beneficiario. Y no sólo son conscientes de la dispersión de la protección, sino que además antepone la organización a la necesidad.

PROVISIÓN PRIVADA DE LOS SERVICIOS

   Un punto fuerte de la Ley consiste en que los “servicios de valoración de la situación de dependencia, la prescripción de servicios y prestaciones y la gestión de las prestaciones económicas previstas en la presente Ley, se efectuarán directamente por las Administraciones Públicas no pudiendo ser objeto de delegación, contratación o concierto con entidades privadas” (art. 28-6). Sin embargo, no se actúa de forma semejante con la provisión de servicios.
Al configurarse el sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia “como una red de utilización pública” que integra “centros y servicios públicos y privados” (art. 6) -y éstos, con y sin ánimo de lucro-, se está instaurando un modelo mixto público-privado.
   La experiencia sobre la forma general de proceder en los servicios públicos, y diversos estudios y auditorías públicas constatan que a igualdad de calidad lo privado sale más caro. Pero también avalan, que la pérdida de calidad permite al sector privado ofertar mejores precios, lo que es muy atrayente para unas administraciones públicas que ponen como centro de sus políticas presupuestarias el déficit cero. En consecuencia, los centros y servicios que presten la atención tenderán a quedar en manos del sector privado, mientras el sector público reducirá su papel al de mero financiador.
Pero optar por la provisión privada implica la pérdida del control público del manejo efectivo de los fondos que se entregan a las empresas privadas y de la atención que éstas presten, dada la incapacidad jurídica de las Administraciones públicas para intervenir en las políticas internas y la organización de unas empresas amparadas por el derecho privado. E implica la imposibilidad de participar e intervenir la ciudadanía en el servicio que reciben, viendo reducido su papel al de mero consumidor de lo que le den.
   El artículo 17 marca incluso una “prestación económica vinculada al servicio” “cuando no sea posible el acceso a un servicio público o concertado” (privado contratado por la Administración pública). De este modo las instituciones eluden su responsabilidad en la prestación del servicio y abandonan al sujeto a la búsqueda de una solución privada al margen de la red público-privada creada, desentendiéndose de las relaciones que las personas dependientes puedan establecer para la solución de sus problemas.

INTRODUCCIÓN DEL COPAGO
   Al determinar que los beneficiarios “participarán en la financiación” de las prestaciones “según el tipo y coste del servicio y su capacidad económica” (art. 33), se introduce la cofinanciación (copago) de los servicios que se presten a través de esta Ley.
   Al aumento de la burocracia y de los costes administrativos que propiciará este medida, se añade que no parece el sistema más adecuado para diferenciar la aportación que cada individuo realice a los gastos de las Administraciones públicas. Para recaudar ya existe el IRPF, y el sistema fiscal posee mecanismos suficientes para realizar una tarea discriminatoria mucho más acorde con los niveles de renta.
   Sustituir esos mecanismos fiscales por el copago es una lamentable manera de interpretar la fiscalidad pública y un atentado contra el principio solidario que debe regir la financiación los servicios públicos – se paga según renta y se percibe según necesidades -, y representa trasladar el principio mercantilista de que quien más consume debe pagar más al terreno de la protección social, penalizando la necesidad y en este caso a quienes padecen una situación de dependencia, que en múltiples ocasiones precisa una atención costosa. Crear un nuevo impuesto que penará a una parte de la población dependiente cuando se están disminuyendo los impuestos a los más ricos -recientemente nueva rebaja del Impuesto de Sociedades-, no sólo es absurdo o inmoral, esconde la intención de abrir el melón que permitirá trasladar esta medida a otros servicios.
   Y en último término, la sanidad y los servicios sociosanitarios son considerados económicamente como un bien superior, y si las Administraciones públicas tuviesen que disminuir sus gastos no parece lo más apropiado comenzar por éstos, porque entre los bienes de consumo no parece que sean los gastos destinados a este sector los más perjudiciales.

EL DESARROLLO DE LA LEY

   En la actualidad existen, según datos oficiales, cerca de 1.200.000 personas en situación de dependencia, que afecta a un 32% de la población mayor de 65 años frente a un 5% de edades inferiores. La cifra de mayores de 65 años ha pasado en las tres últimas décadas de 3,3 a 7,3 millones de personas, y las previsiones para el año 2020 cifran en 1.500.000 el número de dependientes, calculándose que serían necesarios unos 300.000 profesionales para atender las necesidades de esta enorme población.
   Si la tendencia actual a la privatización de los servicios públicos se mantiene o incrementa -como está sucediendo sobre todo en la Comunidad de Madrid y en la Comunidad Valenciana-, las posibilidades de negocio privado que abre esta Ley son enormes y el efecto llamada para el capital invertido en sectores en crisis, como la construcción, evidente.
   En consecuencia, el carácter y el desarrollo de esta ley va a depender en último término de las presiones que realicen los movimientos sociales, de las presiones que realicen los sectores empresariales y financieros, y de la orientación política de los gobiernos autonómicos. Pero esta lucha es desigual por dos motivos. Por las limitaciones que existen al control social y porque la ley de dependencia dificulta homogeneizar los derechos en el conjunto del Estado, lo que facilita el fraccionamiento de las resistencias por CCAA, mientras que los intereses financieros y empresariales -amparados en buena medida desde las Administraciones públicas- se mantendrán unidos por su propia esencia, acudiendo allí donde más posibilidades de negocio se den. El desenlace previsible de esta lucha será geográficamente desigual y los derechos tenderán a dispersar.
   Para la población dependiente, para los movimientos sociales, para la sociedad en general, los problemas que abre esta ley se centran en tres puntos:
Evitar el fraccionamiento del sistema y la dispersión de derechos, lo que exige igualdad en el acceso y el mismo nivel de prestaciones en el conjunto del Estado.
Garantizar unas aportaciones suficientes desde las Administraciones públicas que eviten la introducción del copago.
Y evitar que esta Ley no sea la antesala de grandes negocios para el sector privado, lo que implica forzar a las Administraciones públicas a establecer un plan de incremento paulatino de sus servicios y a que regulen la actividad de las empresas privadas que intervengan.