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La falsa teoría de las fuerzas productivas

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Juan Manuel Olarieta Alberdi
                                                       
  Es bastante común identificar al marxismo con una especie de “determinismo económico”, como si la historia fuera un carro empujado por un par de mulas llamadas “fuerzas productivas” y “relaciones de producción”, respectivamente. A veces, esa caricatura se presenta en forma de edificio en donde la planta baja la ocupa la economía y el piso superior es una superestructura, es decir, todo lo demás. Casi nada.
En cualquier caso, los marxistas siempre damos la impresión de otorgar alguna clase de preferencia a la economía, por encima de cualquier otra actividad humana. Por fin, la economía parece ser una colección de cifras y porcentajes relativos a conceptos poco menos que cabalísticos, tales como producto interior bruto, inflación o balanza de pagos.
  Si eso es así, si la explicación de los fenómenos históricos se pretende hacer depender de tales variables, me borrare inmediatamente de las filas del marxismo. No digo que eso sea una simplificación del marxismo, sino que el marxismo es totalmente ajeno a esa clase de “explicaciones”.
  En primer lugar, el marxismo no sólo no diferencia la economía de las demás actividades humanas, sino que habla explícitamente de “economía política”, siguiendo una larga tradición científica que sólo la burguesía ha intentado eliminar. Esa expresión  no destaca sólo la unidad entre economía y la política, sino que quiere decir, además, que la economía está igualmente unida a cualquier otra actividad humana de manera indisoluble.
 
PRIMACÍA DE LA PRÁCTICA

 lenin.jpgSe trata justamente de eso: de la economía como actividad, es decir, como práctica y, en consecuencia, en este punto el marxismo es consecuente consigo mismo, con la primacía de la práctica. Pero sucede que si la noción de la economía está adulterada, la de la práctica no lo está menos, por lo que habría que pasar a precisar su significado. A los efectos que aquí nos interesan, basta decir que la economía es una actividad productiva, trabajo, lo que sugiere por sí misma la noción de movimiento, cambio y transformación, es decir, de dinamismo. Pero, además, el trabajo, como cualquier otro tipo de práctica (científica, cultural, política, sindical) reúne otra serie de circunstancias, entre las cuales quizá habría que recordar que, como parece obvio, se trata de una actividad social y, por tanto, del hombre en colectividad y no de ningún “fenómeno natural”. Cabe añadir también que el trabajo es algo inmediato, concreto y no una entelequia. Para terminar, quizá no sea ocioso consignar, también, que cuando los marxistas aludimos a la práctica no es sólo en oposición a la teoría sino para huir de la “teoría” tal y como aparece en el pensamiento burgués, es decir, de la teoría como la racionalidad, el saber o el conocimiento científico limpio y depurado de connotaciones ajenas y peyorativas como lo irracional, lo subjetivo o lo emocional. La noción de práctica no sólo separa sino que une el saber a la ignorancia, lo consciente a lo inconsciente, etc.
  En segundo lugar, como consecuencia de una concepción mecanicista de la economía política (y de la práctica) aparece una concepción igualmente mecanicista de la noción de fuerzas de productivas, reducidas a los medios de producción y al materias primas, a la tierra, a las herramientas, a las máquinas, al combustible, etc. Indudablemente, todo eso son fuerzas productivas, pero no son las únicas fuerzas productivas. Además de ellas, también lo son:
   a) los trabajadores
   b) la organización del trabajo
   c) la ciencia y la tecnología
  Todo eso son las fuerzas productivas, un concepto lo suficientemente amplio como para que no podamos entrar a detallar con un mínimo detenimiento cada uno de sus componentes. Pero esa simple enumeración sí nos permite aclarar a qué nos referimos los marxistas cuando hablamos de “desarrollar las fuerzas productivas” como uno de los objetivos importantes del socialismo, en el sentido preciso de que los humanistas burgueses nos reprochan que nosotros descuidamos al hombre y que sólo nos preocupamos de las cosas materiales. El mismo hecho de plantear así el fenómeno ya es falso, porque los hombres no estamos separados ni nos oponemos a las cosas, o lo que es lo mismo: sólo puede transformarse al hombre transformando las cosas que le rodean y, a su vez, para transformar estas cosas hay que transformar al hombre mismo. Esa transformación (del hombre y de las cosas) es justamente el trabajo, es decir, la actividad productiva. Durante el trabajo el hombre se transforma a sí mismo transformando las cosas. Esto es importante destacarlo porque la burguesía opone el trabajo productivo a la educación y considera que ésta sí transforma al hombre, pero el trabajo no, porque el trabajo embrutece, aliena. Naturalmente, la burguesía no puede reconocer que lo que embrutece es el trabajo explotado.

DESARROLLO Y REVOLUCIÓN

  Otro equívoco es el enfrentar  el desarrollo de las fuerzas productivas a la revolución y, más concretamente, a la revolución socialista y al propio socialismo, con la peregrina idea de que en toda revolución  los trabajadores tienen que “salir a la calle”, es decir, tienen que dejar de trabajar o declararse en huelga. Por eso concluyen que toda revolución, como el “gran salto adelante” o la “revolución cultural” en China, destruyen las fuerzas productivas porque, para desarrollarlas, hay que imponer una disciplina estricta en las fábricas, sacar el látigo e imponer jornadas laborales agotadoras. Hay quien quiere hacer creer que el “milagro” económico soviético, una vez que no les queda otro remedio que reconocerlo, no tuvo otro fundamento que ése: el stajanovismo y el trabajo forzoso, lo cual cuadra bastante bien con la imagen de laboratorio que la burguesía nos quiere legar: en la Unión Soviética, tanto el trabajo como la colectivización fueron forzosos; allá todo era forzoso.
  Eso es una completa falsedad; las fuerzas productivas no se pueden desarrollar en unas condiciones laborales que no se aceptan conscientemente después de una campaña política e ideológica entre la clase obrera. Por decirlo en términos de la Revolución Cultural, se trata de “hacer la revolución y promover la producción”, de que una cosa es imposible sin la otra. Si no se lleva adelante y no se profundiza en la revolución, es imposible la participación de la clase obrera en las tareas económicas de una manera consciente; en esos casos, el socialismo degenera en una imposición guiada por una élite  burocrática de expertos que elaboran sus planes sin contar con las aspiraciones y con los intereses de la clase obrera; es la antesala del capitalismo y de la reacción. El socialismo no sólo nutre el estómago sino también la cabeza de las masas, que padecen tanto el hambre como el analfabetismo. Finalmente, hay que insistir en que no se trata de que nadie lleve la cuchara a la boca de los trabajadores sino de que ellos mismos lo hagan, de que ellos sean protagonistas: “la liberación de la clase obrera será obra de la misma clase obrera”, decía la Primera Internacional.

EL SOCIALISMO NO SE IMPROVISA
  Ahora bien, eso no tiene nada que ver con el espontaneísmo. El socialismo no se improvisa; exige la organización de las masas (que es una autoorganización), incluida su vanguardia comunista, su partido, y exige también la planificación y, por tanto, la socialización de los medios de producción. Todo esto se puede resumir diciendo que el socialismo es una creación consciente y como tal supone que la conciencia (política, ideológica, cultural) debe desarrollarse incesantemente. Lo que debe quedar claro es que ese desarrollo no es un mero crecimiento cuantitativo, sino que, como sabemos, es un proceso dialéctico, es decir, que esos cambios cuantitativos conducen a saltos cualitativos siempre, esto es, conducen a la revolución o, por decirlo de otra forma, a una revolución dentro de la revolución.
  Tan erróneo es concebir la pedagogía sin la economía como ésta sin aquella. Los que creen que la formación de un “hombre nuevo” es una labor puramente educativa, de persuasión, se equivoca. La mejor pedagogía para las masas es la práctica, su participación activa en la revolución y en la construcción del socialismo. Es la práctica la que nos educa y cualquier tipo de formación  debe estar ligada a aquella. Por eso los países socialistas y todos aquellos que han vivido procesos revolucionarios han sido los primeros (y estoy tentado de decir que los únicos)  que han alfabetizado a las masas, que han creado escuelas nocturnas para los obreros y que han facilitado el acceso de las masas a la universidad y los estudios superiores. No se puede construir el socialismo sin un elevado nivel cultural de las masas. Eso quiere decir que la cultura es una fuerza productiva y que la ignorancia, el analfabetismo y el fracaso escolar son lacras del capitalismo.
   Eso es importante que lo tomen en consideración los que equiparan la cultura a las “humanidades” a las carreras “de letras”, por oposición a las “científicas” o “técnicas”. Es imposible esa separación y, como también se decía durante la Revolución Cultural, los comunistas queremos “rojos y expertos” o, en otras palabras, queremos convertir a los obreros en “ingenieros de almas”. Como decía Stalin, en ingenieros con conciencia de clase. No nos vale un experto que no sea rojo ni un rojo que no sea experto.
  De todo esto se desprenden varias conclusiones muy importantes, de las que voy a enumerar dos. La primera es que el socialismo pretende la eliminación del desfase existente entre el trabajo manual y el trabajo intelectual. La segunda es que para superar el propio socialismo hay que superar las clases sociales sobre la base de convertir a toda la humanidad en trabajadores.
  Para terminar, cuando los comunistas hablamos de fuerzas productivas no podemos olvidar que, como decía Stalin, “el hombre es el capital más precioso” o lo que es lo mismo, que no sólo hablamos de maquinas, sino de los trabajadores que las utilizan.