Enclavado
al sur de aquel “Levante feliz”, durante mil días frente y
retaguardia del único país europeo que se defendió
con las armas en la mano frente a la invasión fascista, el
Campo de Albatera
se ha constituido, hermanándose con otros similares
repartidos por toda España, en un referente histórico,
geográfico e ideológico, de quienes reconocen que, no
existiendo una única Memoria Histórica, pues cada
sector social tiene la suya, sí hay una capaz de ser asumida
por todos los españoles, o al menos por todos los españoles
demócratas: la Memoria Histórica Democrática y
Antifascista. Aquella que convierte la mirada retrospectiva de la
Historia en didáctica de las consecuencias a que conducen las
ideologías totalitarias y excluyentes, desde una valoración
basada en la superioridad moral de nuestros valores democráticos,
aquellos en los que nuestros padres, abuelos y bisabuelos creyeron y
por los que lucharon, sufrieron y, muchos, murieron. Hablamos de la
misma Memoria que actualmente está social e institucionalmente
asumida por las naciones que sufrieron la dominación
nazifascista, y que, a través de la educación y por
iniciativas transversales promovidas por las instituciones, se ha
trasladado a la conciencia colectiva formando parte de ella, por lo
que significó y significa como ejemplo de una actitud
colectiva, resuelta y valiente, frente a la opresión
totalitaria.
La Memoria de los pueblos se consolida así con el conocimiento de los hechos, hilvanándolos cronológicamente con el protagonismo de sus personajes y, cuando ello es posible, como nos sucede aquí a nosotros, con la contemplación del paisaje geográfico en el que se produjeron los acontecimientos, enmarcando episodios como el del final de la guerra civil y el comienzo de la dictadura franquista, eslabones consecutivos que han determinado una historia tan inmediata, que sus efectos podemos sentirlos y palparlos con sólo prestar atención a la prensa de hoy.
“CAMPO DE ALMENDROS”
El marco, el que fue escenario dantesco de aquel epílogo de la guerra civil, lo estamos pisando en estos momentos. Si fuese verdad que las voces que un día se alzaron al infinito nunca se pierden, hoy estarían siendo devueltas desde el eco de ayer para quién quiera escucharlas. Si afinásemos el oído con la suficiente sensibilidad, seríamos capaces de escuchar, entre los gritos desgarrados, entre las voces desesperanzadas de aquellos miles de republicanos recluidos entre alambradas en esta antesala del infierno, la voz de un preso que podría representar ante nosotros todo el universo de sentimientos personales vividos en este símbolo de la iniquidad de los vencedores sobre los que nos encontramos. Hablamos de uno de aquellos presos, Max Aub, un intelectual republicano, español de pro, orgulloso de sentirse al propio tiempo, francés, judío, alemán y demócrata universal, que quiso concentrar en su libro “Campo de almendros” aquel vertiginoso y trágico episodio que trasladó, desde el derrumbe provocado de los frentes de combate hasta las orillas del Mediterráneo, el éxodo apocalíptico de decenas de miles de combatientes republicanos, hasta la encerrona vergonzosa del Puerto de Alicante, hace ahora setenta años.
De
entre los miles de apresados en este Campo, pocos como Max Aub nos
han legado de una forma más nítida y rigurosa aquella
vorágine de acontecimientos, poniendo voz a los protagonistas
y plasmando con lucidez literaria y probidad histórica, los
cómos y los porqués de aquel final wagneriano de una
República asediada por ocho años de celadas. Aquel
“Campo de almendros” se fundió con el de Albatera en los
albores de la primavera levantina, y se enlaza ahora en el recuerdo
con otros grandes campos como el de Castuela, Miranda de Ebro, León,
etc., configurando un horizonte de alambradas tras las que divisamos
aquellos rostros demacrados por el hambre y el sufrimiento de la
derrota, ofreciendo un siniestro mosaico de recuerdos, que no sólo
no conviene olvidar, sino que tienen que ser recuperados, conservados
y difundidos, como una singular señal de alerta para quienes,
inconscientemente, piensan que la libertad ha estado siempre ahí
quedando asegurada de por vida, permitiéndoles dormir
tranquilos, sin sospechar lo cerca que estamos de ir perdiéndola
a pasos agigantados, en nombre del orden, de la seguridad o la paz.
En actos conmemorativos para recordar y honrar a aquellos hombres y mujeres caídos en el campo de batalla o en los campos del horror: desde el Memorial de Caen, en Normandía, hasta los espectrales campos de la muerte de Auswichtz o Mauthausen, hemos visto a jefes de estado, a presidentes del gobierno, hacer público y solemne, entre las banderas bajo las que cayeron sus compatriotas, el reconocimiento institucional de su valentía, su coherencia o sacrificio. Hemos escuchado a la canciller alemana Angela Merkel decir que “los muertos de Normandía son también nuestros muertos”.
No
han sido gestos de formalidad acartonada, sino al contrario: sus
palabras han venido precedidas de un reconocimiento jurídico
con medidas reparadoras que, tras declarar ilegales a los regímenes
que combatieron o que asesinaros a sus conciudadanos, sentenciaron
como ilegales e ilegítimos a sus tribunales represores y nulas
sus resoluciones, llevando su coherencia a la persecución
penal de los culpables, por mandato del principio universal de
retroactividad e imprescriptibilidad que entrañan tales
delitos, haciendo suya la demanda irrenunciable de las víctimas
y de sus descendientes, de Verdad, Justicia y Reparación,
deberes que el Gobierno español está ignorando a
sabiendas, haciendo caso omiso de unas leyes vinculantes y en vigor,
suscritas y ratificadas por el estado español.
Por eso y llegados a este punto, nosotros no preguntamos ¿de quién son los muertos de Albatera? ¿de quién son los muertos republicanos caídos en las batallas de Brunete, Belchite, Jarama, Guadalajara, Madrid, Teruel, del Ebro y tantas otras? ¿De quién es la Memoria de los republicanos caídos luchando en la II Guerra Mundial, por la liberación de Europa de las garras del nazismo? ¿De quién es la Memoria de los asesinados en los demás campos de concentración y exterminio del franquismo? ¿A quién corresponde que se haga justicia a las decenas de miles de españoles que consumieron sus años de juventud en las infames cárceles de Franco? ¿A quién corresponde el honor de promover su recuerdo y ejemplo? ¿A sus familias? ¿A los historiadores? ¿Sólo a los republicanos?
Ya nos advirtió Max Aub de que, así como la libertad no reconoce fronteras, los totalitarismos se extienden traspasando montañas y ríos, saltando sobre el tiempo hasta el presente, revistiéndose cínicamente de modernidad y llegando incluso a arrebatar el lenguaje de libertad y progreso a aquellos a quiénes se la roban. Max Aub y sus compañeros de batalla y cautiverio, fueron testigos de aquella operación de exterminio físico y moral que siguió a la contienda, enviando a través de su obra un mensaje al futuro, un aviso que hoy y aquí interpretamos al evocar aquellos hechos, para que no se conviertan al paso de los años en un desvaído retrato amarillento, de pesadillas o añoranzas por la ocasión perdida, sino que lo recibamos como una lección, como un revulsivo que nos impulse a la acción, para no hacer estéril el inmenso caudal de energías positivas, -diríamos que heróicas- que llevaron a aquellos luchadores a enfrentarse a la adversidad en una guerra injusta y a morir o a intentar sobrevivir en una aciaga posguerra, que sólo se extinguió con el ocaso y horrible agonía de aquel tirano.
LOS PACTOS INSIDIOSOS DE LA TRANSICIÓN
Han
transcurrido treinta y cuatro de la muerte del mayor criminal de
nuestra Historia, hemos asistido a una Transición tejida con
pactos insidiosos, en la que la alternativa a un franquismo sin
Franco era una democracia con Rey. Aquellos que hoy son elevados a
los altares por el liberalismo más ruin, hurtaron al pueblo
decidir libremente sobre la forma del Estado. Se indujo a los
españoles, bajo el chantaje de tan falaz alternativa, a
ratificar con formalidades torticeras al heredero nombrado por
Franco, haciendo de él su mejor albacea para que aquel “atado
y bien atado” adquiriese todo su sentido. Así es como el
primer jefe de las Fuerzas Armadas, que se constituye en garante de
la Constitución, se ha negado a jurarla para no contradecir su
eterno compromiso de fidelidad a los Principios del Movimiento
Nacional y demás leyes de su mentor político. Un Jefe
del Estado generalísimo de los Ejércitos ungido por
Franco y consagrado por los padres de la Transición.
Frente a los taxidermistas de la Memoria, que pretenden fosilizarla y cortar todo hilo conductor con el presente, bajo el amparo de la socialdemocracia en el poder, están quiénes se sienten persuadidos de que la Memoria de las víctimas del campo de Albatera y de todos los campos y prisiones franquistas de España, no sólo reclama nuestra fidelidad en el recuerdo, si no nuestra entrega a la causa por la que sufrieron y murieron: la causa de la República, democrática, pacífica e igualitaria. Una República, la Tercera, cuyo máximo representante, elegido por el Pueblo y no por designio de los genes, estará a nuestro lado en estos actos, haciendo suya –con nosotros- aquel llamamiento a defender activamente los ideales republicanos que será siempre “Por vuestra libertad y por la nuestra”.
< Anterior | Siguiente > |
---|