No hay mercado para los endecasílabos

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 El euríbor y la cesta de la compra

 Carmen Morente

  En el mundo convulso en el que vivimos son muchos los sobresaltos que padecen los adoradores del “Dios-mercado”, también los enganchados a él... Que no son los mismos.
Un sinfín de palabrejas que, hasta hace poco tiempo, habrían dejado impasible a la mayoría de la sociedad se han convertido en motivo de alarma, insomnio, mal genio, etc. No sé cómo explicar este aumento tan brutal del vocabulario cotidiano, sobre todo teniendo en cuenta los índices de analfabetismo funcional que se respiran en mi pequeña aldea.
Las nuevas palabras, tan técnicas ellas, actúan, sin embargo, como armas de destrucción masiva que socavan los cimientos de la paz familiar y social.
Al menos así lo entiendo yo en esta tarea ingrata de psicóloga social en la que me he embarcado en los últimos tiempos, no por deformación profesional sino por pura desesperación emocional.
   Si el euríbor amenaza con subir, o ya subió, las mujeres de mi barrio se lo piensan dos veces antes de comprar el tradicional “puñaíco” de almejas para preparar la cazuela de fideos, o cambian sin ruborizarse la botella de aceite de oliva que habían echado en el carrito del “Metadona” (así llaman las gitanas al supermercado Mercadona), por otra de aceite de girasol. Parecerá una anécdota sin importancia, pero están equivocados los que piensen así, pues ambos actos (renunciar a las almejas y al aceite de oliva) sólo pueden ser interpretados como expresiones de una gran derrota histórica, de un retroceso civilizatorio antes jamás vivido.
Nunca había reflexionado sobre la contundencia de la llamada globalización neoliberal desde este punto de vista. Esta nueva aproximación me ha permitido comprender sus consecuencias sobre el comportamiento de las grandes mayorías, pudiendo tomar conciencia de hasta dónde puede impactar el hecho de que la Bolsa de Nueva York tenga pérdidas.
  Uno tiene un recuerdo de película vieja sobre aquella gran caída de la bolsa de Nueva York, en 1929. Accionistas y especuladores financieros arrojándose por las ventanas. Hechos, hasta donde se podía pensar, normales.
Federico García Lorca tuvo la suerte de vivir el peliculón en directo, lo que le permitió escribir soberbios versos:

... ¡Que no baile el Papa!
¡No, que no baile el Papa!
Ni el Rey;
ni el millonario de dientes azules,
ni las bailarinas secas
de las catedrales,
ni constructores, ni esmeraldas,
ni locos, ni sodomitas.
Sólo este mascarón.
Este mascarón de vieja escarlatina.
¡Sólo este mascarón!
Que ya las cobras silbarán
por los últimos pisos.
Que ya las ortigas estremecerán
patios y terrazas.
Que ya la Bolsa será
una pirámide de musgo.
Que ya vendrán lianas después
de los fusiles
y muy pronto, muy pronto,
muy pronto.
¡Ay, Wall Street!...

  Supongo que mi abuela Concha, si llegó en algún momento a tener conocimiento de la noticia, habría formulado una simple pregunta: - ¿Y es que en ese pueblo no hay olivos? O quizás asociara ese arrojarse al vacío con una epidemia de “dolor de clavo”. Bastante preocupación compartía con las mujeres que se agrupaban en el taller de sastrería, cuando llegó la noticia, sabida antes por los hombres que se reunían en la Casa del Pueblo, sobre la ejecución de Sacco y Vanzetti, anarquistas norteamericanos de origen italiano, en 1927. Mis abuelos eran internacionalistas pero no estaban internacionalizados.
Ahora, sin embargo, un resfrío de la Bolsa de Nueva York hace palidecer a la gente que me rodea. Quita la arrogancia al albañil propietario del Mercedes rojo deportivo, que deja a Roque con ojos de besugo cuando lo ve aparcado en la puerta del “Peseta”, el bar popular al que acudimos a ver los partidos del Barça que sólo emite el Canal Plus. Los moteros de la placeta se agitan al asociar el acontecimiento con la última subida del tabaco y  preguntan, amenazantes, si es que van a tener que liarse las chinas en hoja de parra o de geranios.
  ¡Y para qué hablar de cómo son vividos en el barrio los padecimientos de la burbuja inmobiliaria! En serio que jamás pensé que el enjambre en el que vivo fuera portador de una sensibilidad tan a flor de piel y ando como asustada por las calles, temiéndome lo peor para las finanzas de nuestro dolorido sistema público de salud.
Malvivo con la esperanza de que a nadie se le ocurra, cuando compruebe que su nivel de endeudamiento superó todos los límites imaginables, arrojarse por una ventana, siguiendo el ejemplo de aquellos accionistas neoyorkinos de 1929… Las viviendas del barrio de Santa Amalia sólo tienen bajo y primera planta… Mas no las tengo todas conmigo, ya que al señor alcalde, en esta terrible coyuntura, no se le ha ocurrido idea más genial que la de arrancar cientos de olivos para construir un “corredor verde”, lleno de maceteros y plantitas sofisticadas… ¡Qué falta de previsión por su parte! Con lo necesarios que serían ahora esos olivos que, no por casualidad, nos rodeaban ofreciéndonos sus generosos troncos, hechos a prueba de generaciones y generaciones de ahorcados…
  Pero, bueno, yo en realidad quería contaros algo mucho más trascendente y dramático. Ocurrió la otra tarde. Bajaba rápido para el programa de radio en el que participo. Me chocó la presencia de un anciano de mirada altiva, acodado en una farola de la Calle Real, con un cartelón colgando del cuello, hombre anuncio siglo XXI. Al acercarme, no sin cierta preocupación, para poder leer lo que anunciaba en letras caligráficas y negras, me quedé petrificada: Endecasílabo en huelga de hambre por falta de mercado.
En su tragedia estaba la clave para entender el resto de cosas que estaban ocurriendo.