Etxebeste y Garzón

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José Mari Esparza Zabalegi

  Hay una canción vasca que habla de las grandes obras pías que hizo en su pueblo natal el hidalgo Etxebeste, enriquecido tras el tornaviaje de su encomienda en las Indias. La canción acaba mentando las desgracias, sangre y lágrimas que costó a los indios la bonhomía de Etxebeste. Los honores y la elevación a los altares del indiano fueron el último escarnio para los indígenas que habían padecido su crueldad.
  La historia se repite. Siempre hay quien intenta cubrir su pasado reinventándose en todo lo contrario. Al ladrón le place que lo tomen por honrado, al malvado por bondadoso, y al torturador que lo propongan para el Nobel de la Paz o lo nombren miembro del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura. Lo sorprendente es que, en la era de Internet, cuando casi todo está escrito y publicado, haya gente (ignorante o malintencionada, elijan) que se deje engañar por estos reconvertidos a la virtud y al humanismo.
  (“Cuando me quitaban la bolsa –cuenta Domingo Aizpurua- me aplicaban electrodos por todo el cuerpo: en la punta de los dedos de los pies, en los labios, en los pezones, en las manos, en los testículos, en el pene… durante toda la noche fue igual: primero la bolsa, luego los  electrodos y de seguido los golpes… ante Garzón declaré todo lo que me hicieron”).
  Para Baltasar Garzón, Etxebeste del siglo XXI, la encomienda de Indias comenzó en 1988, en la Audiencia Nacional Española, tribunal de excepción al que han calificado como la herencia más envenenada de la justicia franquista, al ser sucesora del famoso Tribunal de Orden Público. Miles de personas han pasado durante todos estos años por este siniestro organismo, sometidas a la incomunicación que posibilita la impunidad del tormento. El mismo Comité Europeo de Prevención de la Tortura (CPT), al que ahora pertenece Garzón, ha reclamado reiteradamente la abolición de esa forma de detención y lo mismo ha hecho Amnistía Internacional, el Comité contra la Tortura (CAT) y diferentes Relatores de la ONU, como Martin Scheinin.
(“Me los aplicaban por todo el cuerpo -cuenta el navarro Josu Unción-. Era una breve descarga, una breve parada y otra vez a lo mismo… me quedaron sendas marcas en las sienes… Garzón me envió a la cárcel adonde vino a visitarme una Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo… A pesar del tiempo transcurrido, los médicos pudieron comprobar las marcas de los electrodos en las sienes”).

NEGAR Y OCULTAR LA TORTURA

  Con los cientos de detenciones que ha promovido, Garzón es, sin duda, el juez europeo que más denuncias de tortura ha escuchado en estos años, sin que jamás hiciera nada que no fuera negarlas y ocultarlas. Pero estas denuncias no están, como en tiempos de Etxebeste, en antiguos e inaccesibles legajos de Indias, sino que se consiguen al minuto en las webs de las ONGs, periódicos, u organismos contra la tortura; en sumarios y juicios orales; en libros; en organismos internacionales, como el Tribunal de Estrasburgo. Esa izquierda española que aplaude al juez y lo nombra “referente de la ética y la democracia” ¿realmente cree que de esa forma dignifican a nuestros fusilados? ¿O ya han pasado, sin disimulo, a ser cómplices de lo que ocurre en la Audiencia Nacional?
  (“Al día siguiente fue similar, -narra Encarnación Martínez- colocándome varias veces la bolsa, aplicándome electrodos, dándome golpes, simulacros de violación… Delante de Garzón, narré detenidamente todas estas salvajadas. Más aún, cuando intenté enseñarle la marca que tenía en la espalda, ese juez tuvo el valor de decirme que no era nada importante. Y sí lo era: tuve que ingresar en urgencias en el Hospital, donde permanecí cinco días en estado muy grave, hasta el extremo que me tuvieron que inyectar 27 litros de suero”).
  No fueron sólo ciudadanos vascos: en 1992, durante los Juegos Olímpicos, Garzón detuvo a 40 jóvenes del independentismo catalán. Al final, fue el Tribunal Europeo de Derechos Humanos el que, el 2 de noviembre de 2004, sentenciaba que Garzón no había investigado sus torturas. Del trato recibido por los islamistas, que también derivó en condenas contra el juez-estrella, mejor no hablar.
  (“Sufrí vejaciones sexuales y calculo que me desmayé cuatro veces en las sesiones de tortura –dice Eider Olaziregi- Todo se lo conté a Garzón, que lo escuchó con absoluta indiferencia. Luego quedé en libertad…).
  Dueño de un poder ilimitado, otorgado por los mismos que hoy le juzgan, nuestro Etxebeste decidió que era hora de transformarse. El caso de Pinochet le dio proyección internacional y con el caso de las víctimas del franquismo consiguió unir su imagen a una noble causa, pese a ser un digno descendiente de aquél régimen, que jamás se había preocupado antes en denunciar. Juzgado con su propia vara de impartir justicia, ahora Garzón se ha sentado en el banquillo de los acusados por varios delitos, alguno de ellos, como el de cobrar comisiones, nada noble.
  Etxebeste no sufrió otra justicia que la del Valle de Josafat, pero Garzón tiene muchas causas por delante, muchísimo más graves que las que encara en Madrid. El torturado tiene memoria larga. Es muy probable que, si un ápice de democracia se sostiene en Europa, y al socaire de la nueva situación en el País Vasco, algún tribunal europeo admita un día la denuncia formal, con nombres y apellidos, de los cientos de torturados que pasaron por él. Posiblemente, habrá un Gobierno Vasco que ratificará esas denuncias.   Y en ese banquillo, siquiera en efigie, estará también esa sedicente izquierda, ciega, sorda e interesada, que dejó la memoria de sus muertos, nuestros muertos, en semejantes manos.