Cuando el papel habla - Nº54

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“Lectura de Pablo Antoñana”, de Sánchez-Ostiz

 Rafael Castellano



  Hace unos meses se entregó a la imprenta y ahora se difunde, por la editorial “Pamiela”, el libro “Lectura de Pablo Antoñana”, en el cual Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) acomete el nada fácil empeño de someter a cómputo de vividuras a la figura para él muy predilecta, digamos que filial, de otro escritor de su zona a quien la Navarra de las cuatro guerras civiles por la Comunión Foral y Tradicionalista del Rey Legítimo marcó a fuego. Sobre todo por las levas -- a capricho de politicastros, obispos castrenses y conmilitones -- de gentes del campo, de las de alpargata, trillo manual y laya de sol a sol con sopas de ajo como combustible.
  Le corroe a Pablo la duda de que toda esa juventud se dejara despanzurrar por Dios y por España. También le conturba la certeza de que los mártires de la Tradición lo fueron muy a su pesar. Y de que los supervivientes siempre fueron forzados por los mandos de borlón y flordelis en bocamanga a ejecutar en nombre del Corazón de Jesús (un hombre rubio en gevacolor con una víscera cardiaca en la mano) a zombis atados ante la fosa común. Hasta que abrasara el cerrojo del rifle. Le dolía su especie, que llaman humana.
  Era el mundo interior de Pablo Antoñana Chasco, y sigue siéndolo en sus volúmenes, un descenso a sus infiernos, a veces en clave de humor negro -nunca forzado- y exquisita distorsión solanesca. No injuria, le basta con describir. Residen sus personajes en paisaje nublo, atemporal, desasosegado. Difícil de extricar, Pablo. La motivación de Sánchez-Ostiz procede, en su larga entrevista con el ausente que sigue presente, del temor a que se produzca “la segunda muerte del escritor, la que sigue a su extinción física, esa de la que hablaba Pierre Mac Orlan: el olvido”.

UN DAGUERROTIPO

  El autor lo deja claro, lo suyo es una hagiografía. A base de convivencia, complicidad, contactos, confidencias tras unos vasitos, artículos de prensa y relectura minuciosa de los libros sorprendentes de Antoñana, relatos que enganchan desde el primer párrafo, logra un daguerrotipo, quizás un carboncillo del personaje contenido en la persona. Y viceversa. Sin veneración. Le enfada, y queda claro, que Antoñana no haya alcanzado ese dudoso olimpo de los-más-leídos o los más glorificados, o los más malditos. “Me daría por satisfecho”, confiesa, “si estas páginas sirvieran para que alguien que no conozca la obra de Pablo Antoñana se acercara a alguna de sus páginas, se dejara seducir por ellas y sintiera la emoción que procura el asomarse a un mundo literario nuevo…”
  Dificulta Antoñana su retrato, por mucho que se le haya leído y frecuentado, porque el dédalo que en su mente hipersensible quedó diseñado siempre resulta más amplio y pluridimensional que el fonema (‘sonema’, se empeñaba en definir Jorge Oteiza) con el que trata de describirlo de palabra no escrita.
  Huelgan aquí las comparaciones y mucho me temo que, si bien gozó de preferencias de biblioteca, nunca tuvo que ‘matar al padre’. Me refiero al estilo que presuntamente le sirviese de guía iniciática. Tiene mucho de literato ruso, de un Leonid Andréiev, por ejemplo, que residiera en parajes de siesta tropical. (Nos enteramos, a través de las páginas, de que su padre fue maestro de escuela que, sin futuro en la zona, se trasladó nada menos que a Guinea Ecuatorial). No es Baroja, no es Faulkner, no es Zane Grey ni Valle-Inclán. Se le busquen donde se le busquen los arquetipos, las raíces, el sonsonete, nos resulta que Antoñana fue, es, simplemente Antoñana. O sea, un novelista que se toma el oficio literario como terapia de sus zozobras o como ejercicio que ahuyenta – otra revelación desconocida para muchos – sus depresiones endógenas. Es decir, congénitas y sin trauma aparente. Sus ocasionales rebotes eran, pues, la coz en el vacío del caballo herido.
  Con ello no quiere decirse que no alimentara ambiciones. A veces en sordina, otras abiertamente, se solía quejar de la displicencia administrativa ante ese espécimen extravagante que dedica horas y horas a escribir cuando, según reza la última campaña oficial contra la cultura, “ya nadie lee, y menos en crisis”. Traducido: miren la televisión. No le eran tampoco ajenas las zancadillas y usurpaciones que toda persona de letras sufre a lo largo de su carrera. Más aún cuando se está convencido de que, pese a todo, la lealtad y la ética subyacen en el ‘sapiens’.

GENERACIÓN TRASTORNADA

El hombre cuya sombra cordial y a largos ratos huidiza persigue Sánchez-Ostiz, no lo olvidemos, forma parte de una generación trastornada de criaturas que, testigos de un conflicto bélico en el frente más avanzado, la retaguardia, no participan directamente de él. Presencian, eso sí, crueldades, rencillas solventadas por la delación, camillas que lanzan alaridos de dolor y médicos sin morfina que amputan, como en el género llamado western, drogando al malherido con orujo puro. Niños que temen, además, que la conflagración se eternice, que les salga bigote y que ello les obligue a acudir a las trincheras sin el menor deseo de dispararle a su prójimo. O sea, que más temen matar que morir. Ni por Dios, ni por España, ni por el rey hereditario verdadero ni por unos Fueros que garantizan a los caciques tartufos y estraperlistas el control de comarcas y concejos. En Navarra o en otras coordenadas.
  Aquellos carteles de Sáenz de Tejada como “Las tres generaciones”, del abuelo al nieto bajo la cruz de Borgoña, también causan insomnio en vigilia en el chaval crecedero. Tengo ante mí una fotografía de Don Jaime de Borbón en 1875, con seis o siete años, disfrazado de oficial carlista con galones hasta el codo. Detrás, forma un pelotón de requetés adolescentes armados de fusiles y enormes bayonetas de más de un metro.
La hemeroteca de Antoñana en su estudio-taller de Los Arcos era más que explícita. Colecciones amarillentas, con aromas de pólvora fría, de “Monarquía Popular”, “Boina Roja”, “Boletín de Orientación Tradicionalista”, “¡Patria!”, “A.E.T”. Iba a nacer Pablo en la casona solariega, de ringorrango apolillado, de Francisco Navarro Villoslada, escritor integrista y autor de panfletos de propaganda, como el referido al guiñolesco Carlos el Sétimo; texto que los carlistas de Asturias refritaron en los años 1940 con el título de “El Príncipe que España necesita”, esta vez aludiendo al exiliado Francisco Javier de Borbón-Parma.
  Otros documentos que examinó en lectura adictiva el no tan niño Pablo le informan de que a la primera carlistada la precedió desde los recovecos de Palacio una tal “Sociedad del Ángel Exterminador”, fundada por el Obispo de Osma. Supo que en Cataluña existían las “Bandas de la Fe”. Se entera de que el coronel Don Joaquín de Pablo, alias “Chapalangarra”, entró solo por Valcarlos creyendo que sus paisanos le secundarían y lo que los fanáticos absolutistas hicieron con él fue fusilarle, descuartizarle y pasear triunfalmente sus despojos.
Complemento fundamental de todo esto, como señala el autor, fue su madre. Ésta, en un balconcillo de persiana y silla baja, relataba a su criatura, ávida de fantasías, toda suerte de fábulas y quimeras populares. Tradición oral y acceso a documentación privilegiada van conformando al narrador.
  Hoy se clama contra los niños-soldado de países de África. Los hubo también en la Alemania nazi y en las guerras del Norte que defendían a Cristo Rey llevando al cuello un detentebala: vudú católico. Nótese que los pabloantoñanas que crecen en posguerra tampoco quedan emocionalmente ilesos. El impacto se agrava, sal sobre herida, por el posterior ámbito conventual y cuartelero en que se sumergen ciudades y villorrios cuyo libro de estilo es el Ripalda. Y como banda sonora, el bordón de campanarios y los cornetines de los acuartelamientos en una Iruña superpoblada de ese mito tan FET y JONS del mitad monje-mitad soldado. Sólo el siete de julio, a lo largo de una semana, se desahogan las turbas en orgía dionisiaca de minotauros, encierros y talanqueras. También, noviazgos de urgencia. Todo dentro de un orden.

INTELECCIÓN IMPOSIBLE

Sánchez Ostiz ha llegado al límite de la indagación de otro ser humano de idéntico oficio. Por muy evidente y sincero que éste haya resultado en momentos de extraversión, cuando se dispara lo comprimido, quien escruta a la persona, y ello consume al biógrafo, jamás alcanza los tuétanos de una personalidad. Confiesa el psiquiatra y publicista gallego García Sabell que “las palabras son como los nudos que ciñen con rigor el proceso del conocer conforme a las categorías formales del pensamiento”. Así que a cada lector le llega, mediante este análisis, una estampa siempre sugerente y enigmática del personaje. Aunque, sigo con García-Sabell, “en este sentido podemos decir que toda intelección del fondo último de la persona es, por esencia, imposible”.
  Resulta incontrolable alcanzar el sentido pre-lógico del subconsciente, rayano con lo consciente, de un escritor de rico léxico que se desahoga alanceando con la pluma a estafermos no tan antañones; a personajes eternizados en la memoria como estereotipos reales e inmortales. Pero digamos también que el acercamiento, en este caso, al ente vivo, licenciado en Derecho y Magisterio, que es Pablo Antoñana, puede realizarse a través de los papeles y los aromas. Cita Vives a Madariaga, impresor y calígrafo del XVI, y cuenta cómo los escribanos vascos que iban a Indias desconcertaban a los nativos. “A los indios de América les pareció no haber cosa más admirable que poder los hombres darse a entender lo que sienten a grandes distancias con tan pocas letras y preguntaban si por ventura sabía hablar el papel”.
  En el escrutinio contenido en la “Lectura de Pablo Antoñana” se constata cómo se le fija al sujeto del ensayo aquel aroma agrio de su niñez ya avanzada: papel de biblia, de barba, sellado, en archivos, librotes, informes de Intendencia; efluvios de hule de entarimados, de tabacazo, pólvora fría, panoplias y correajes siempre a punto. Con lo cual  se perpetúa en el futuro escritor, una muy válida memoria olfativa.
Sus funciones de secretario de Ayuntamiento en Sansol (Navarra) ponen a su alcance, añadido a su manejo del lenguaje procesal, toda suerte de inventarios de ajuares, desahucios, herencias, litigios. Pablo, el galopín, ha accedido por otra parte al contenido de cajones, escritorios y arcones cuyos objetos cargados de magnetismo animal – viene a definir su biógrafo - le inspirarán cuando empuñe el manguillero. En viejos archivos y papelotes judiciales se sintetiza la muy próxima historia de aquellas llanadas de Winchester en puño y sucesos latebrosos y, a la vez, sutilmente chuscos. Vagabundos, forajidos, proscritos y personas al filo de la justicia serán sus personajes predilectos.
  En cuanto a Miguel Sánchez-Ostiz, el autor, hay que situarle en la generación del susurro. La que se pregunta, inquiere, insiste en ello y acaba averiguando por su cuenta -trabajosa desintoxicación- y transmitiendo a su vez la verdad aproximativa de lo que aquí y allá ocurrió (no ‘pasó). Aunque nunca se alcance la realidad, tan vagarosa, se vive entre paredes que oyen, vecindario de poco fiar, confites de taberna, chotas de tertulia, propaganda subliminal continua y enigmas que, a saber por qué, una democracia por decreto que aún teme a los Ejércitos prefiere que no se descifren del todo.
  Existen puntos geográficos en los que sociólogos consultados afirman que el pánico transgeneracional tardará aún lustros en disiparse. Es, más o menos, procuro no destriparles el contenido del título del que hablamos, lo que sucedía en la mente lábil de un Pablo Antoñana ya maduro y calvo bajo txapela negra que, desafiante en la zona, decide acudir a clases de euskara y pronunciarse contra la manipulación de las masas. También iniciará la campaña de la aún llamada recuperación histórica (por ley, y teniendo a un genocida enterrado con flores frescas en el hórrido santuario de Cuelgamuros). Será en Sartaguda donde se erija, por iniciativa suya y de otros, un monumento a los asesinados por el glorioso Alzamiento en 1936. Detalla Sánchez-Ostiz, en este episodio, cómo Pablo presenció las primeras aperturas semiclandestinas de fosas del genocidio en el cementerio de Echauri.

FUMADEROS DE INCIENSO

  Veía Antoñana, ya se dijo y el autor también lo destaca, en su territorio apache de triple mojonera sin deslindes fijos, Tierraestella, un farwest vascón, cainita e irredento. Respiraba allí el niño Pablo una atmósfera de fumadero de incienso, un ozono de sangre seca como el lacre de las órdenes de atacar y vencer sin cuartel. Nace en Viana, en 29 de octubre de 1927, y le paren, ya dijimos, en la mansión fantasmática de Navarro Villoslada. Allí su madre, la que le alimentaba de narrativa popular, era hija del administrador. Cumplió esta mujer como “señorita de compañía y confidente de la hija del prócer y, en agradecimiento, recibió en herencia un baúl lleno de libros religiosos y una cama”, detalla el biógrafo.

“Pequeña crónica”
La vida en un escenario inhumano a fuer de sobrehumano y chupacirios, propicia fatalmente ecos de escaramuzas, batallas y siluetas de personajes calcados de la realidad monárquica degenerativa. El más simbólico, aunque de carne y hueso, es el niño-monstruo aristócrata y tenebrista, tan propio de un Carreño de Miranda, que protagoniza su magistral “Pequeña Crónica”. Quienes siempre tuvimos a Antoñana por introvertido contumaz – dependiendo del pie con que se despertara-; por genio ninguneado e injustamente desprovisto de los halagos con que literatos de menor dimensión y bagaje han sido agasajados, imaginamos el esfuerzo ingente de todo ensayista a la hora de realizarle una radiografía casi astral. Pablo falleció hace un año y se homenajeó a un personaje cuya magnitud aún se desea reivindicar. Da que pensar si Pablo Antoñana Chasco lo único que pretendía (y regresamos a la imposible intelección última de las personas exploradas) era ser lo que fue, aliviarse con ello, gozar de satisfacción ante lo elaborado y pervivir, tal y como lo pretendían los indios a los que Vives alude, en aquellos papeles que, por ventura, siguen hablando.