De la escuela de la república al nacionalcatolicismo (nº 48)

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Dolors Aguado i Martorell

  Arturo siempre fue Don Arturo para mí, maestro de la República, seguidor de los métodos de la Institución Libre de Enseñanza, de Giner de los Rios y Bartolomé de Cossio... Profesor de historia represaliado por el infausto régimen del dictador Franco, no pudo ejercer la enseñanza hasta bien entrada la década de los sesenta. Cuando fue contratado en un colegio religioso y en otro privado ocho horas por semana en cada uno, me contaba la de sorpresas que se había llevado en su regreso tardío a la docencia. Pensaba que, después de muchos años depurado, preso y en el exilio, trabajando con tacto y prudencia, se podía continuar haciendo  una escuela activa: práctica de asambleas, diario de clase, textos libres; en una palabra, libertad de cátedra. Y sobre todo luchar por una escuela laica de nuevo. No fue posible, pese a su empeño. En la época en que lo conocí –a principios de los 70- me solía repetir, ahíto de amargura: “el régimen no acepta ni el diálogo ni el sugerimiento.”
En uno de los centros, al principio de cada jornada, los alumnos y maestros hacían filas en el patio, levantaban el brazo (no todos sonreían) y se oían las notas del “Cara al Sol”. Después, a clase.
 mestres.jpg “Yo  he visto matar la escuela”, explicaba la pedagoga Marta Mata, de quien ya publiqué un artículo en EL OTRO PAÍS con motivo de su fallecimiento. “He visto dispersar a los maestros. He visto guillotinar materialmente los libros de texto por el mero hecho de estar escritos en catalán”.
  En el enfoque de la enseñanza, bien mereció el régimen nacido el 14 de abril de 1931 el sobrenombre de “República de intelectuales”, también porque coincidió con un nuevo ímpetu de escritores y universitarios, con un acrecentado deseo de saber de las clases populares. Las causas fueron múltiples: la necesidad de una mayor participación popular en tareas políticas y sindicales, la puesta en tela de juicio de concepciones seculares, la incorporación de las niñas en una escuela unitaria y la voluntad decidida de la República por crear una escuela pública, gratuita y obligatoria al menos en el nivel de la enseñanza primaria, que arrancara de las manos de la Iglesia católica a través de las ordenes religiosas el monopolio de la enseñanza.
  No se puede negar la proyección de la República sobre la enseñanza: creación de 7.000 escuelas en 1931; 2580 en 1932; 3900 en 1933. Los sueldos de los maestros sumaban 5’8 millones de pesetas en el presupuesto de 1931 y 28’2 en el de 1932. Se triplicaron los Institutos de segunda enseñanza y se formaron nuevos profesores.
  Las misiones pedagógicas salieron por campos y aldeas. La obra de “La Barraca”, el teatro de los estudiantes, dirigido por Federico García Lorca ha quedado como jalón y ejemplo para otras generaciones. Del mismo tono, fue El “Búho”, teatro de la F.U.E. de Valencia, dirigida  por Max Aub.
  Porque la escuela fue uno de los grandes logros de la segunda República, no fue casual el ensañamiento del franquismo con hombres como Arturo y con todo el cuerpo de maestros y maestras que trabajaron por el ideal de una enseñanza pública, gratuita y laica. Por eso, el largo olvido en que estuvieron en la noche de la dictadura se prolongó tras la muerte del generalísimo. Casi nadie les ha dedicado un reconocimiento por el trabajo, la experiencia, los méritos de la escuela que habían construido durante la República. Es lógico, se pactó enterrar la República y, por tanto, silenciar toda su obra.

DEL MAESTRO AL CATEQUISTA

  Con la victoria del fascismo, el perfil del maestro tenía que cambiar radicalmente. Ya en 1939, el  ideólogo franquista Alfonso Iniesta escribió en su obra “El caudillo y la escuela”: “Al enemigo hay que despojarle de sus ideales absurdos, dice el caudillo, y es ésa la Misión del maestro”.     
  No le fue a la zaga la Inspección educativa de Girona, que en su primer comunicado, en 1939, expresó el tipo de profesionales de la enseñanza que querían los vencedores: “Maestros sanos de cuerpo y espíritu, poseídos del fervor necesario para arrastrar inquietudes infantiles; con valor suficiente para afrontar la tarea que exige de nosotros renunciación y sacrificio, y valentía suficiente para sostener nuestras creencias; entusiasmo inquebrantable para transmitir el amor que precisa la tierra bendita que nos vio nacer, la de las grandes epopeyas e incontables heroísmos. Siempre firme nuestra fe en Dios y en España y completa nuestra obediencia al Caudillo. No se puede dejar todo en manos del párroco, sino, juntamente con él, intensificar de tal forma la enseñanza del catecismo”.
  He aquí un ejemplo de lo que copiaba un niño de La Salle, de Cassà de la Selva, el curso 1961-1962: “Los gitanos. Los que viven en casas derrumbadas, debajo de puentes y rodeando una hoguera. Mujeres y niños mal vestidos y sucios son los gitanos. Hombres que son lo último de la sociedad, la peste por donde pasan con sus robos. Se sirven de animales que luchan con la vida y la muerte por su falta de alimentos”. Y acaba diciendo que deberían desaparecer porque no aportaban ningún provecho.
Esta fue la gran regresión del franquismo, devolver la escuela  a la Iglesia católica, reinstaurar el clasismo, el desprecio a lo diferente, eliminar la razón. En definitiva, el regreso a la España negra del tópico y la inquisición.
La Iglesia católica, en su afán por controlar los contenidos de la enseñanza, no ha dudado en reprimir, depurar, fusilar maestros – homenaje aquí al maestro de Pulianas fusilado junto con García Lorca-, autos de fe. No hay que olvidar que le correspondió a un maestro valenciano Cayetano Ripoll, el mestre de Russafa, el triste honor de ser la última victima del Santo Oficio, quemado públicamente en Valencia en 1826.
  Todas estas reflexiones y recuerdos sobre la enseñanza y la República se han reavivado con la lectura del excelente libro de Ramón Portell i Salomó Marqués “Mare de déu, quina escola. Els mestres contra Franco”, que ha salido de imprenta en octubre del 2008 en la Editorial Ara Llibres. También ha contribuido a revigorizar mis recuerdos el asco que me ha producido contemplar a un enviado de la Curia vaticana reclamarle al gobierno el máximo respeto a la libertad de enseñanza.