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La invención del pueblo Judío

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  Todo moderno Estado-nación cuenta con una narración de sus orígenes, transmitida tanto por la cultura oficial como por la popular; entre tales historias nacionales, sin embargo, pocas han sido tan escandalosas y controvertidas como lo es el mito nacional israelí.
El muy conocido relato de la diáspora judía del siglo i d.C. y la reivindicación de una continuidad cultural y racial del pueblo judío hasta el día de hoy, resuenan más allá de las fronteras de Israel. Pese a su abusivo empleo para justificar el asentamiento de judíos en Palestina y el proyecto del Gran Israel, se han realizado muy pocas investigaciones académicas sobre su exactitud histórica.
En “La invención del pueblo judío”, valiente y apasionado libro, Shlomo Sand demuestra que el mito nacional de Israel hunde sus orígenes en el siglo XIX, no en los tiempos bíblicos en los que muchos historiadores –judíos y no judíos– reconstruyeron un pueblo imaginado con la finalidad de modelar una futura nación. Sand disecciona con la minuciosidad de un forense la historia oficial y desvela la construcción del mito nacionalista y la consiguiente mistificación colectiva. A continuación, ofrecemos un resumen del posfacio de la obra.

 

Sholomo Sand

  Escribí “The Invention of the Jewish People” en hebreo y lógicamente sus primeras críticas fueron en esa lengua. La publicación del libro en francés y después en inglés dio lugar a una nueva series de reacciones, y en el contexto de estas páginas no podré presentar un abanico suficiente de razonamientos y defensas que se ocupen de todas ellas. En especial me libro_pueblo_judiuo.jpgencuentro bastante desarmado frente a la afirmación de que todo lo que he escrito es algo ya conocido y completamente falso. Por esta razón he elegido centrarme en determinadas objeciones clave que se han levantado contra la perturbadora metanarrativa que esboza mi libro.
En primer lugar, y para prevenir malentendidos, tengo que recordar que mi intención nunca ha sido escribir una historia de los judíos; fundamentalmente comencé por criticar conceptos y construcciones historiográficas que durante mucho tiempo han sido dominantes en este campo de estudio. Después propuse ciertos criterios que hacen posible definir el concepto de nacionalidad que sirvió de canción de cuna para el Estado de Israel, un concepto al que los historiadores han contribuido en gran medida.
Ciertamente la colonización sionista no hubiera podido comenzar sin una preparación ideológica que dio origen al florecimiento y cristalización de mitos. También es necesario recalcar que la construcción histórica que ha impulsado a nuestros mitos nacionales no es una característica especial de la empresa sionista, sino que forma una parte intrínseca de la formación de la conciencia colectiva por todo el mundo moderno. Actualmente todo el mundo sabe que una memoria nacional no puede nacer sin la ferviente participación de “conmemoradores certificados”.

¿LOS JUDÍOS SIEMPRE HAN EXISTICO COMO PUEBLO?

  En la era moderna recurrir al flexible término de “pueblo” ha sido bastante habitual. Si en un pasado lejano esta palabra se aplicaba a grupos religiosos como “el pueblo de Israel”, “el pueblo cristiano” o “el pueblo de Dios”, en los tiempos modernos su utilización ha servido para designar a colectividades humanas que tienen seculares elementos culturales y lingüísticos comunes. En un sentido amplio, antes de la aparición de la imprenta, de los libros, de los periódicos y de la educación del Estado, resulta muy difícil utilizar el concepto de “pueblo” para definir a un grupo humano. Cuando las vías de comunicación entre tribus o aldeas eran débiles e inestables, cuando la mezcla de dialectos variaba de un valle a otro, cuando el limitado vocabulario del que disponía el agricultor o el pastor llegaba a poco más que a su trabajo y a sus creencias religiosas, la realidad de la existencia de los pueblos puede ser severamente cuestionada.
  Definir a una sociedad analfabeta de productores agrícolas como un “pueblo” siempre me ha parecido problemático y lleva el sello de un anacronismo perturbador. Por ello, la definición del reino asmoneo como un Estado-nación, como aparece en los libros de texto de Historia sionistas, provoca una sonrisa. Una sociedad cuyos gobernantes, establecidos en la capital, hablaban el arameo mientras que la mayoría de sus súbditos se expresaban en una variedad de dialectos hebreos, y donde los mercaderes del reino realizaban sus negocios en koiné, un dialecto del griego, de ninguna manera equivalía a una nación, y podemos cuestionar seriamente si puede definirse como un pueblo.
  Los historiadores, que siempre dependen de la palabra escrita tal y como la transmitieron antiguos centros de poder intelectual, se han inclinado precipitadamente a generalizar y a aplicar a las sociedades en conjunto las identidades de un pequeño estrato de “elites” cuyos hechos están registrados en documentos escritos. Para la gran mayoría de los súbditos de reinos y principados que tenían un lenguaje administrativo, el grado de identificación con el aparato administrativo casi siempre se aproximaba a cero. Si podía existir alguna forma de identificación con el reino, se encontraba en el vínculo con la nobleza terrateniente y con las elites urbanas, que aceptaban a los gobernantes y proporcionaban una base para su poder.
Antes de la aparición de la modernidad, no había ninguna clase de individuos cuya tarea fuera expresar o representar la opinión del “pueblo”. Con la excepción de los cronistas o los historiadores de la monarquía, los únicos intelectuales preocupados por difundir y desarrollar una identidad entre el amplio estrato de la población fueron los miembros del clero. El grado de relativa autonomía que pudieron obtener en relación con los gobiernos dependía de la fortaleza de la fe religiosa y sus fundamentos. El poder de los “agentes” de la religión dependía tanto del nivel de solidaridad ideológica como de la intensidad de la comunicación que existía entre ellos: por una parte mantenían la fe, mientras que por la otra eran los únicos que daban forma y transmitían una memoria colectiva. Ésta es la razón por la que los bereberes que se habían convertido al judaísmo en las montañas del Atlas sabían más del éxodo de Egipto y de las tablas de la ley entregadas a Moisés en el Sinaí que el príncipe que los gobernaba desde una distante capital; lo mismo sucedía en Francia, donde los campesinos estaban más familiarizados con el relato de la Navidad que con el nombre de sus reyes.
  Hace quinientos años no había un pueblo francés, como tampoco había un pueblo italiano o vietnamita y, del mismo modo, tampoco había un pueblo judío desperdigado por todo el mundo. Lo que sí existía, fundamentada en un ritual y en una fe religiosa, era una importante identidad judía de diversa fortaleza de acuerdo con los contextos y las circunstancias; cuanto más alejados estaban de la práctica religiosa los componentes culturales de la comunidad, más se parecían a las prácticas culturales y lingüísticas de su entorno no judío. Las considerables diferencias de la vida diaria entre las diferentes comunidades judías obligaron a los historiadores sionistas a enfatizar un único origen “étnico”: la mayoría de las poblaciones judías, si es que no todas, se derivaba supuestamente de una fuente única, la de los antiguos hebreos.
  palestina_libre.jpgDesde luego, la mayoría de los sionistas no creían en una raza pura –como explicaba en el libro, la religión judía no permitía semejante idea– y sin embargo casi todos estos historiadores se referían a un origen biológico común como el criterio decisivo para ser miembro de un pueblo único. Igual que los franceses estaban convencidos de que sus antepasados eran los galos y los alemanes mantenían la idea de que ellos descendían directamente de los teutones arios, los judíos tenían que saber que ellos eran los auténticos descendientes de los “hijos de Israel” que salieron de Egipto. Solamente este mito de los antepasados hebreos podía justificar el derecho que afirmaban tener sobre Palestina, y actualmente mucha gente todavía sigue convencida de esta ascendencia. Todo el mundo sabe que en el mundo moderno ser miembro de una comunidad religiosa no proporciona derechos de propiedad sobre un territorio, en tanto que un pueblo “étnico” siempre tiene una tierra que puede afirmar como su herencia ancestral.
  Ésta es la razón por la que, a ojos de los primeros historiadores sionistas, la Biblia dejó de ser un impresionante texto teológico para convertirse en un libro de historia secular cuya enseñanza todavía se dispensa a todos los alumnos judíos en cursos especialmente establecidos, desde el primer año en la escuela elemental hasta la graduación en el instituto. De acuerdo con esta enseñanza, el pueblo de Israel dejó de estar formado por los elegidos de Dios y se convirtió en una nación que surgía de la semilla de Abraham. Por ello, cuando la arqueología moderna empezó a mostrar que no había habido un éxodo de Egipto, y que la gran y unificadora monarquía de David y Salomón nunca existió, se encontró con la amarga y embarazosa reacción del público secular israelí: alguna gente incluso no se resistió a acusar a los “nuevos arqueólogos” de “negación de la Biblia”.

EXILIO Y MEMORIA HISTÓRICA

  La secularización de la Biblia se realizó en paralelo a la nacionalización del “exilio”. El mito que narraba la expulsión del “pueblo judío” por los romanos se convirtió en la justificación suprema para reclamar derechos históricos sobre una Palestina a la que la retórica sionista había transformado en la “tierra de Israel”. Aquí encontramos un ejemplo especialmente asombroso de lo que es el modelado de una memoria colectiva. Incluso, aunque todos los especialistas en Historia Judía Antigua saben que los romanos no deportaron a la población de Judea (no hay el más mínimo trabajo de investigación histórica sobre este tema), otros individuos menos cualificados han estado y mayormente permanecen convencidos de que el antiguo “pueblo de Israel” fue desarraigado por la fuerza de su tierra natal, como establece solemnemente la Declaración de Independencia del Estado de Israel.
Los historiadores sionistas se apropiaron del término “exilio” (Gola o Galaout en hebreo), que en la religión judaica expresaba un rechazo a la salvación cristiana y le dieron un sentido físico o político. Con cierto garbo transformaron la profunda contraposición metafísica y teológica del “exilio-redención” en la del “exilio-tierra natal”. A lo largo de los siglos los judíos añoraron ardientemente a Sión, su ciudad sagrada, pero nunca se les ocurrió, ni siquiera a los que vivían cerca, ir y establecerse allí en su vida terrenal. Ciertamente es duro vivir en el corazón de un lugar sagrado, todavía más cuando la pequeña minoría que vivía allí era bien consciente de que seguía viviendo en el exilio: solamente la llegada del Mesías le permitiría alcanzar la metafísica Jerusalén; en unión de todos los muertos, hay que recordar.
  Éste es el momento de hacer una cierta clarificación: muy al contrario de lo que han afirmado diversos críticos, no escribí el libro para desafiar los derechos históricos de los judíos sobre Sión. Hace unos años todavía creía ingenuamente que el exilio se había producido realmente en los primeros años de la era cristiana; pero ello no me llevó a pensar que dos mil años de ausencia otorgaban derechos sobre la tierra, en tanto que doce siglos de presencia no daban ningún derecho a la población local.
  A nadie se le ocurriría negar la existencia de Estados Unidos debido a que los pueblos indígenas fueron despojados de sus tierras cuando se formó la nación. Nadie afirmaría que los conquistadores normandos deberían ser expulsados de las Islas británicas, o los árabes devueltos a España. Si queremos evitar transformar el mundo en un gigantesco hospital mental, debemos resistirnos al impulso de redistribuir a las poblaciones de acuerdo con algún modelo histórico. Actualmente Israel puede afirmar el derecho a existir solamente aceptando que un doloroso proceso histórico condujo a su creación, y que cualquier intento de desafiar a este hecho producirá nuevas tragedias.

¿SON LOS PALESTINOS LOS DESCENDIENTES DE LOS ANTIGUOS  JUDÍOS?

  ¿Qué sucedió con la población de Judea si es que no partió al exilio? He sido acusado de afirmar que los actuales palestinos son sus descendientes directos. Ésta ciertamente no es una idea que se me ocurrió a mí; en el libro cito las declaraciones de destacados dirigentes sionistas, incluyendo a David Ben-Gurion, Yitzhak Ben-Zvi e Israel Belkind, quienes creían que los fellahs que encontraron en los primeros días de la colonización eran los descendientes del antiguo pueblo judío, y que las dos poblaciones tenían que volver a reunirse. Ellos sabían perfectamente bien que no hubo un exilio en el siglo I de nuestra era, y lógicamente llegaron a la conclusión de que la gran masa de los judíos se había convertido al islam con la llegada de las fuerzas árabes a comienzos el siglo VII. Más tarde David Ben-Gurion pasó a expresar una posición completamente diferente, cuando contribuyó a redactar la Declaración de Independencia del Estado de Israel, sin explicar nunca este cambio.
  Por mi parte, creo que los actuales palestinos proceden de una variedad de orígenes, al igual que todos los pueblos contemporáneos. Cada conquistador dejó su huella en la región; egipcios, persas y bizantinos, todos fertilizaron a mujeres locales y muchos de sus descendientes todavía deben de estar allí. Y, sin embargo –aunque en mi opinión esto no sea tan importante–, creo que el joven Ben-Gurion estaba vagamente en lo cierto. Es bastante probable que un habitante de Hebrón tenga un origen más cercano a los antiguos hebreos que la mayoría de los que por todo el mundo se identifican a sí mismos como judíos.

EL ÚLTIIMO RECURSO: UN ADN JUDÍO

  Después de agotar todos los argumentos históricos, diversos críticos se han aferrado a la genética. La misma gente que mantiene que los sionistas nunca se refirieron a una raza concluye su razonamiento evocando un gen judío común. Su pensamiento puede resumirse de la siguiente manera: “No somos una raza pura, pero somos una raza”. En la década de los cincuenta en Israel se investigaba sobre las características de las huellas dactilares judías y, a partir de la década de los setenta, los biólogos en sus laboratorios (algunas veces también en Estados Unidos) han buscado un marcador genético común para todos los judíos. En mi libro examiné su falta de datos, los frecuentes resbalones de sus conclusiones y su ardor etnonacionalista, que no encuentra apoyo en ningún hallazgo científico de valor. Este intento de justificar el sionismo mediante la genética recuerda a los procedimientos de los antropólogos de finales del siglo XIX que enarbolaron la ciencia para descubrir las características específicas de los europeos.
  Hasta ahora ningún estudio basado en muestras anónimas de ADN ha logrado identificar un marcador genético específicamente judío, y no es probable que ningún estudio llegue a hacerlo. Es una amarga ironía ver a los descendientes de los supervivientes del Holocausto lanzarse a encontrar una identidad judía biológica: sin duda Hitler hubiera estado encantado. Y es totalmente repulsivo el que esta clase de investigación se realizara en un Estado que ha enarbolado durante años una declarada política de “judaización del país”, un país en el que, incluso actualmente, una persona judía no está autorizada a casarse con una persona no judía.

LA NACIONALIDAD ÉTNICA Y EL ESTADO DE ISRAEL

  Prácticamente todas las nacionalidades, cuando dan sus primeros pasos, están guiadas por el sueño de personificar la conciencia y la memoria de un pueblo “étnico”. A lo largo del siglo XIX la necesidad de definir a un grupo nacional dio origen a conflictos, algunos de los cuales todavía continúan en algunos lugares. En la mayoría de los Estados-nación liberal democráticos, triunfó finalmente una concepción civil y política de la nacionalidad, mientras que, en otros, ha permanecido dominando una definición etnocéntrica de sus miembros y de la propiedad del Estado. El sionismo, nacido en el centro y en el este de Europa, se parece inequívocamente a las corrientes etnobiológicas y etnorreligiosas dominantes en el entorno en el que se originó. Los contornos de la nación no se consideraron establecidos por el lenguaje, por una secular cultura cotidiana, por la presencia en el territorio y por un deseo político de integrarse en un colectivo. En vez de ello, el origen biológico, combinado con fragmentos de una religión “nacionalizada”, constituyó el criterio para la inclusión en el “pueblo judío”. Era imposible unirse a esta nación sobre la base de una voluntaria inclusión secular igual que es imposible dejar de pertenecer al “pueblo judío”, y estos elementos originarios todavía están en vigor hoy día en Israel: ésta es la verdadera fuente del problema.
  ben-gurion.jpgLa colonización sionista reforzó esta forma de nacionalidad. En sus primeras etapas hubo bastantes vacilaciones sobre las fronteras de la nación judía: en un momento fue concebida para incluir a los árabes presentes en Palestina, sobre la base de su propio origen «etnobiológico»; pero, tan pronto como empezaron a oponerse con fuerza a la colonización extranjera, la definición de la nación fue definitivamente reorientada hacia bases etnocéntricas y religiosas. Los criterios etnobiológios no se han mantenido con tanta firmeza en todas las sociedades que surgieron de la colonización. (Si estos criterios dominaron durante mucho tiempo las definiciones nacionales de la colonización puritana de América del Norte, se disolvieron más rápidamente en las nuevas naciones que se establecieron en América central y del Sur, donde prevalecía el catolicismo). En Israel, la década de los sesenta asistió a la embrionaria expresión de una nacionalidad civil, pero, después de 1967, la posición subordinada de toda la población árabe entre el Mediterráneo y el valle del Jordán significó que la definición del imaginario ethnos judío se hiciera cada vez más estrecha.
  El etnocentrismo judío ha continuado acentuándose cada vez más en los últimos años. El debilitamiento del mito territorial ha ido acompañado por el fortalecimiento del mito del ethnos; los resultados de las últimas elecciones legislativas son una elocuente expresión de esta tendencia. Paralelamente, en el mundo occidental el repliegue de la nacionalidad civil clásica y la aparición de formas cerradas de comunitarismo, atadas a la globalización cultural y a las agitaciones de la emigración, han alentado tendencias para retirarse hacia una exclusiva identidad judía. Ya sea religiosa o secular, la identidad judía como tal no es de ninguna manera censurable, y después de Hitler y del nazismo sería tonto o incluso sospechoso oponerse a ella. Sin embargo, cuando esta identificación carece de experiencias espirituales, culturales o éticas, cuando conduce al aislamiento de los judíos de sus vecinos y supone su identificación con el militarismo israelí y con una política que busca dominar a otro pueblo por la fuerza, hay motivos para preocuparse.
  Israel, a principios del siglo XXI, se define a sí mismo como el Estado de los judíos y como la propiedad del “pueblo judío”; en otras palabras, de los judíos que viven en cualquier lugar del mundo, y no como una posesión del conjunto de ciudadanos israelíes que residen en su suelo. Ésta es la razón por la que es adecuado definir a Israel como una etnocracia en vez de una democracia.
  Los trabajadores extranjeros y sus familias, privados de la ciudadanía, no tienen ninguna posibilidad de integrarse en el cuerpo social, incluso aunque hayan estado viviendo en Israel durante décadas, incluso aunque sus hijos hayan nacido allí y hablen solamente hebreo. En cuanto a la cuarta parte de la población que está identificada por el Ministerio del Interior como “no judía”, aunque tengan la ciudadanía, no pueden reclamar que Israel sea “su” Estado. Es difícil saber cuánto tiempo más los árabes israelíes, que representan el 20 por 100 de los habitantes del país, continuarán tolerando ser considerados como forasteros en su propia tierra. Ya que el Estado es un Estado judío y no israelí, cuanto más “israelizados” sean estos ciudadanos árabes en términos de cultura y lenguaje, más antiisraelíes se volverán en sus posiciones políticas, un hecho que de ninguna manera resulta paradójico. ¿Realmente es difícil imaginar que una de las próximas “intimadas” pueda producirse, no en los territorios ocupados de la Ribera occidental sometidos a un régimen de tipo
apartheid, sino que estalle en el mismo corazón de una etnocracia segregacionista o, lo que es lo mismo, dentro de las fronteras israelíes de 1967?
  Todavía es posible cerrar los ojos a la verdad. Muchas voces continuarán manteniendo que el «pueblo judío» ha existido durante miles de años y que “Eretz Israel” siempre le ha pertenecido. Sin embargo, los mitos históricos que una vez fueron capaces de crear, con la ayuda de un buen puñado de imaginación, la sociedad israelí ahora son poderosas fuerzas que contribuyen a provocar la posibilidad de su destrucción.