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Colombia tras la muerte de Alfonso Cano

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Juan Diego García

  Con la caída en combate de Alfonso Cano, máximo dirigente de las FARC-EP no estamos ante el principio del fin de este movimiento guerrillero, como sostiene la propaganda oficial ni como piensan aquellos que se aficionan a violentar la realidad amoldándola a sus deseos. Seguramente están mejor encaminados los analistas que sugieren que la insurgencia colombiana está lejos de caracterizarse por prácticas caudillistas (que se diluyen cuando desaparece su figura carismática) y responde más bien al tipo de organización con estructuras, programas y bases sociales de apoyo y con la capacidad de asumir golpes (tan fuertes como la muerte de su máximo líder) y mantenerse en el escenario político nacional como una de esas constantes de las que no es posible (ni aconsejable) desentenderse.

  En medio de la algarabía de los medios oficiales y sus afines (un espectáculo de tintes grotescos de celebración de la muerte), se destacan algunas opiniones que subrayan las muchas ventajas que traería al país buscar la negociación política del conflicto armado no solo por motivos éticos sino también por razones prácticas. alonso_cano.jpg
  En efecto, una guerra tan prolongada termina por minar la moral pública y hacer del espectáculo de la muerte el caldo de cultivo de una cultura de la intolerancia y el odio que dificultan enormemente la convivencia normal en una comunidad humana. Basta considerar tan solo a los bandos directamente enfrentados. Se habla de casi veinte mil combatientes directos (entre las FARC y el ELN) alrededor de los cuales viven el conflicto de forma inmediata varios miles de familiares y allegados, sin contar a quienes apoyan o simpatizan abiertamente por los alzados en armas. Por su parte, las fuerzas armadas y demás instituciones aledañas ajustarían más del medio millón de soldados, que a su vez agrupan otros tantos miles de colombianos. Las heridas que deja el conflicto son ya inmensas y aumentarán con su prolongación. En tales condiciones no resulta exagerado pronosticar que se necesitarán al menos dos o tres generaciones para alcanzar una atmósfera social normal en la cual la violencia no sea el factor principal que estructure las relaciones sociales básicas. Sobran entonces razones morales para apostar cuanto antes por una salida negociada de una guerra que dura ya casi medio siglo.
  Pero tampoco faltan las razones de orden práctico si se considera por un momento el altísimo coste en recursos materiales que supone mantener la guerra, un porcentaje de la riqueza nacional que excede al correspondiente de los Estados Unidos (6% contra 2%), una potencia que adelanta varias guerras en el planeta (incluida su directa participación en la de Colombia). Dos grandes motivos (que terminan conjugándose armoniosamente) explican que el conflicto colombiano no se resuelva de forma civilizada y pronta.

LOS PRIVILEGIOS DE UNA ELITE INTRANSIGENTE

  El primero es bien sencillo y es el origen de todos los males del país: su elite privilegiada no está dispuesta a ceder ante las demandas de los insurgentes, aunque sus reivindicaciones resulten por demás moderadas y perfectamente compatibles con el sistema capitalista: reforma agraria, reforma urbana, modernización del sistema político, fin de la guerra sucia, combate a fondo de la corrupción, solución aceptable del tráfico ilegal de psicotrópicos (un asunto que afecta a una parte no desdeñable del campesinado pobre del país), así como otras medidas de naturaleza social perfectamente asumibles por cualquier democracia. ¿Por qué la clase dominante de este país rechaza de plano un conjunto de propuestas de tan notable moderación viniendo de una guerrilla marxista?
  Tampoco existe la disposición sincera de permitir a la guerrilla pasar a la legalidad aún sin obtener la satisfacción de su programa. En efecto, cuando las FARC aceptaron su participación directa en la política mediante un movimiento legal -la Unión Patriótica- como paso previo al fin del conflicto, la respuesta del sistema fue una verdadera carnicería humana que arroja hasta hoy (pues el exterminio continúa) más de cinco mil personas asesinadas a manos de militares, policías y bandas paramilitares. Un precedente nefasto que lastra cualquier intento de reiniciar el camino de la paz. Por supuesto, los ejecutores del exterminio no actúan sin el apoyo de las altas esferas, las mismas que se niegan en redondo a emprender reforma alguna (Colombia es el tercer país más desigual del planeta luego de Haití y Angola, una realidad que se afianza por medio de la violencia y de un sistema político excluyente).
No menor es el rol que juegan en el mantenimiento del conflicto los intereses de los Estados Unidos y sus aliados europeos. Se trata de apoyar un régimen que ofrece enormes facilidades a las corporaciones multinacionales para saquear los recursos naturales del país. Se busca impedir el surgimiento de un gobierno nacionalista y democrático que ponga coto a estos desmanes y se trata igualmente de afianzar la función que Washington designa a Colombia desde hace décadas como una base clave en su estrategia continental. La guerra (primero “contra la droga” y ahora “contra el terrorismo”) sirve de coartada para mantener en este país miles de oficiales gringos y otros tantos de mercenarios (llamados eufemísticamente “contratistas”), así como numerosas bases militares que permiten controlar militarmente todo el continente y llegar hasta la misma costa occidental de África. Por supuesto, todo ello en una connivencia grosera con la elite local. Las conocidas filtraciones de cables oficiales de la embajada en Bogotá, comprueban lo que ya se sabía: no hay límite a la impudicia de una clase dominante que desfila por esa legación diplomática para ofrecerse como lacayos y obtener las limosnas del imperio.
  A los Estados Unidos no les conviene en absoluto que Bogotá cambie de opinión y acceda en un momento dado a poner fin al conflicto armado mediante un proceso de paz, en plena coincidencia con la estrategia oficial del gobierno colombiano de no ceder un ápice en las reformas y buscar tan solo el exterminio de la insurgencia.
  Si bien la elite colombiana se beneficie del mantenimiento del orden actual y no ve en la guerrilla un peligro inminente, existen otros grupos particulares que obtienen beneficios directos de la confrontación y, por ende, hacen todo lo posible por impedir su conclusión. Este es el segundo motivo que explica el mantenimiento de la guerra. Se trata del militarismo y sus apéndices. Es la extrema derecha que agrupa a la alta oficialidad de las fuerzas armadas y un sector importante del empresariado nacional (y como ya se dijo, a no pocas multinacionales que operan en Colombia), compuesto especialmente aunque no de forma exclusiva por ganaderos y terratenientes (muchos de los cuales son grandes capos del narcotráfico y el paramilitarismo) y alrededor de los cuales, como base social, se agrupan funcionarios y personal de la administración, pequeños comerciantes e industriales y los típicos personajes del fascismo que van desde el tendero de barrio y los empleados fieles del patrón hasta el lumpen y la delincuencia común.

LOS BENEFICIARIOS DE LA GUERRA

  A todos ellos la guerra les reporta beneficios directos a los cuales no desean renunciar. Unos obtienen tierras y bienes despojando a los campesinos; otros, gozan de tolerancia y protección para el tráfico de drogas; los empresarios se benefician de la aniquilación del sindicalismo, la alta oficialidad goza de mil privilegios materiales y de una justicia propia que les pone a salvo de responder por sus crímenes y el lumpen se aprovecha para delinquir con amplia impunidad. Para todos ellos la guerra es un gran negocio. Sobre su base social “popular”, como no podía ser de otra manera, caen siempre las migajas.
Se sugiere que estas fuerzas sociales que se benefician directamente del conflicto son las responsables de todos y cada uno de los incidentes que a lo largo de estos años han frustrado cualquier asomo de proceso de paz. ¿Será la muerte de Alfonso Cano una nueva maniobra de los sectores que hoy saludan alborozados su caída?
  Quienes compartimos estudios universitarios con Cano (Guillermo León Sáenz), le recordamos como un estudiante de gran disciplina y seriedad y sobre todo de una dedicación inquebrantable a la causa popular; esa que mantuvo hasta su muerte. Quienes luego tuvieron la oportunidad de tratarlo como un comandante guerrillero en las variadas ocasiones en que se buscó la paz, coinciden en reconocer su sincera disposición a terminar civilizadamente el conflicto. Cano forma ya parte de la memoria colectiva y de él persistirán en el recuerdo de las gentes sobre todo sus últimos mensajes, su mano tendida y su compromiso firme de terminar una guerra que ya dura demasiado y cuya prolongación solo obedece a la cerrazón de la burguesía no menos que a los intereses espurios de quienes se benefician de la muerte y la destrucción.
  Ojalá su propuesta de paz no caiga en saco roto. Ojalá que mañana, cualquier joven  inteligente y con sensibilidad por los problemas de su país como fué Cano no encuentre cerrados todos los caminos y el puño de la represión como única respuesta a sus anhelos. En tales circunstancias la rebelión se justifica y muchas veces entregar la vida es la única salida digna de los consecuentes.

¡Hasta siempre,
Guillermo León,
que la tierra te sea leve!