Juan Diego García
¿Qué
obstáculos hacen tan difícil un arreglo pacífico
del conflicto? Probablemente, el primero tiene una relación
profunda con la cuestión agraria, con la expropiación
generalizada de tierras, una práctica muy tradicional en
Colombia, mediante la cual y al calor de las guerras, la gran
propiedad rural ha crecido de forma desmesurada a costa de pequeños
y medianos propietarios, colonos y comunidades indígenas y
negras. Podría afirmarse que cada guerra ha sido una
contrarreforma agraria encubierta. El latifundio colombiano (el viejo
y el nuevo) creció notablemente durante la llamada Violencia
(1948-1953) favoreciendo al estamento terrateniente tradicional; la
actual (1964-¿¿??) ha concentrando más de seis
millones de hectáreas en manos de
paramilitares-narcotraficantes, empresas trasnacionales y otros
grupos, además de propiciar el cambio de manos de no se sabe
cuántos millones más por la vía de la compra
"legal" a propietarios desesperados que malvenden sus
pertenencias huyendo del acoso y la amenaza.
Afectar
el actual sistema de tenencia de tierras en Colombia mediante una
verdadera reforma agraria choca entonces con la gran propiedad y, al
parecer, constituye un punto innegociable por parte tanto del
gobierno (el presidente Uribe es, él mismo, un gran
latifundista) como de la guerrilla izquierdista (obviamente por
razones opuestas).
Tampoco
parece existir un terreno abonado para una reforma política
profunda. La clase dominante se siente muy cómoda con un
sistema electoral que la favorece ostensiblemente y deja a la
oposición apenas resquicios menores. A esta rigidez
institucional se agrega el papel de la violencia de extrema derecha
que impide el normal desarrollo de la actividad proselitista y
asegura a los sectores afines al régimen una representación
decisiva en las instancias legislativas. ¿El 35% de los
parlamentarios?, como declaraba ufano el máximo jefe del
paramilitarismo.
El
cambio radical del sistema electoral es un segundo obstáculo
que conspira contra el proceso de negociación. En realidad,
una reforma profunda en este campo es una exigencia no sólo de
la insurgencia sino de la oposición en general y hasta de
sectores sensatos de la misma clase dominante. Pero ésta se
siente cómoda con un instrumento de dominación tan
refinado y que, además, vende a la opinión
internacional como un modelo de democracia. Para la oposición
armada no parece posible pasar a la legalidad sin garantías de
unas reglas de juego equilibradas y transparentes. Por su parte, la
oposición legal denuncia de forma reiterada todas las
limitaciones y trabas que le impiden salir del estrecho espacio que
se le permite ocupar. La imagen de Colombia como un país que
vota mayoritariamente a la derecha más dura no corresponde
tanto al éxito de sus partidos como al complejo sistema de
limitaciones, trampas y violencia que tiene a su favor. El escándalo
de la llamada "parapolítica" (vínculos de los
políticos del gobierno con el paramilitarismo) pone de
manifiesto, entre otras, que en las dos ocasiones en que Uribe gana
la presidencia, un buen par de millones de sus votos son el resultado
de la acción violenta de la derecha armada.
LEGISLACIÓN LABORAL DEL SIGLO XIX
También
conspiran contra un proceso de paz otros privilegios de la clase
dominante y a los que parece no estar dispuesta a renunciar. Y uno se
destaca en particular: el modelo económico neoliberal que le
reporta enormes beneficios mediante una legislación laboral
muy restrictiva, un sistema impositivo demasiado complaciente y todo
tipo de ayudas. En efecto, apenas pagan impuestos, favorecidos por un
entramado muy amplio de estímulos y deducciones fiscales y una
legislación laboral que parece sacada del siglo XIX. Y como
ocurre con la tierra, a las ventajas institucionales se agrega la
acción de la violencia contra los dirigentes sindicales que
arroja un balance macabro: de cada cuatro sindicalistas asesinados en
el mundo, tres son colombianos (según la oficina de la OIT),
al punto que los sindicatos estadounidenses tienen un argumento muy
sólido a la hora de pedir que no se apruebe el TLC con
Colombia en tanto no cesen estos asesinatos y se castigue a los
responsables. Por supuesto, los obreros no se benefician de un
sindicalismo diezmado y sometido al terror cotidiano; los patronos,
sí.
La
insurgencia también exige reformar la estructura del estado no
solo en términos de su modernización, sino sobre todo
de su democratización, y en particular en los ámbitos
de la justicia y las fuerzas armadas. El estado colombiano es,
ciertamente, un raquítico instrumento, pasto de clientelismos
y corrupción con el cual es muy difícil que un gobierno
cualquiera pueda seriamente emprender reforma alguna y concitar a la
comunidad nacional a un proyecto de desarrollo y democracia. Y por lo
que hace a las fuerzas llamadas "del orden", el problema se
agrava porque se han adiestrado bajo la influencia nefasta de la
teoría de la "seguridad nacional" de los Estados
Unidos, convirtiendo al oponente en el "enemigo interno" a
eliminar, en una atmósfera de guerra fría extemporánea
pero muy útil para criminalizar la protesta y convertir
también a la oposición legal en "enemigos de la
patria".
Los
vínculos estrechos entre las fuerzas del orden y la extrema
derecha armada son ya innegables y el argumento de las autoridades
según el cual se trata de actos aislados y no de un sistema
ordenado y fomentado desde arriba ya no se sostiene. Hasta la Alta
Representante de Naciones Unidas para los Derechos Humanos lo
reconoce ante el cúmulo de desapariciones, ejecuciones
extrajudiciales, violaciones graves del debido proceso, intimidación,
persecución y desplazamientos (prácticas que en, su
conjunto, no podrían calificarse más que de terrorismo
de estado).
También
hay temor y mucho recelo de parte de los guerrilleros por la
experiencia amarga de procesos de paz anteriores. De hecho, ha sido
relativamente fácil que éstos abandonen las armas, se
disuelvan y participen en la contienda política. Pero la
experiencia muestra también que muchos de sus líderes
han pagado con sus vidas tal decisión. Fue así con las
guerrillas campesinas del liberalismo en los años 50; lo mismo
ocurre con destacadas figuras del M-19 y otros grupos menores; no se
salvaron de la mano misteriosa que asesinaba al guerrillero acogido a
la legalidad. Pero el caso más sangrante es, sin duda, el de
la Unión Patriótica -un intento de participación
política de las FARC, acordado con el Gobierno-, que es
sistemáticamente masacrada (se cuentan casi cinco mil cuadros
asesinados hasta hoy) y por cuyos crímenes, instancias
internacionales han condenado al estado colombiano, por acción
u omisión, en reiteradas ocasiones.
DEJAR LA GUERRILLA: PELIGRO DE MUERTE
Para
que haya paz tiene que ser del pasado afirmar que "en Colombia
es más fácil organizar una guerrilla que un sindicato";
debe ser del pasado igualmente la expresión impotente del
presidente Belisario Betancourt cuando en pleno proceso de paz con
las FARC y el M-19 denunciaba a "los enemigos de la paz
agazapados dentro de las instituciones"; debe ser del pasado el
asesinato de los líderes que dejan las armas y se acogen
confiados a la legalidad.
En
contraste, no sería obstáculo para la paz el programa
político de los grupos insurgentes. De hecho, sus propuestas
pueden ser suscritas por cualquier liberal o conservador progresista,
aunque, obviamente, admitiendo todo tipo de discrepancias por su
pertinencia o realismo, pero no porque constituyan un proyecto
socialista o comunista que atente contra la propiedad privada, la
libertad individual, la religión o cualquiera otro de los
principios de la democracia burguesa.
La
estrategia actual de la llamada "seguridad democrática",
que en esencia significa la guerra como única respuesta, la
criminalización sistemática de los insurgentes y el
vínculo con las estrategias "antiterroristas" de los
Estados Unidos y sus socios, materializa todos estos obstáculos
que conspiran contra la paz. Seguramente el abandono de esta
estrategia bélica sea el primer paso para comenzar a desmontar
pacientemente los demás problemas que impiden a los
colombianos y a las colombianas vivir en paz y resolver sus
conflictos de manera civilizada.
La
reciente propuesta de paz de las FARC ¿tendrá la misma
suerte que las anteriores? Este será una de los retos más
importantes para quienes aspiran ya a dirigir los destinos de
Colombia a partir de 2010 (las próximas elecciones
presidenciales), pues Uribe se declara cerrado a cualquier
alternativa que no sea intensificar la guerra. Sería al menos
prudente asumir el fracaso real de la estrategia de la "seguridad
democrática" así como el cambio de los tiempos.
Sería sensato atender la propuesta de la senadora Piedad
Córdoba y de “Colombianos y Colombianas por la Paz”. Por
desgracia, la prudencia y la sensatez no son precisamente virtudes
que Uribe practique con demasiada frecuencia.
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